20 de octubre de 2010

Artículo de Juan Carlos Viloria (Subdirector coordinación editorial de Vocento).

Otra vez los símbolos sometidos a la afrenta del español exaltado y ofuscado


Han pasado solo unos meses desde que las selecciones de España y Chile se enfrentaron en los Mundiales de Sudáfrica. Ambos conjuntos reivindicaban el apellido de 'La Roja' pero el equipo de Marcelo Bielsa, gran experto en jugar los partidos en la pizarra, perdió por 2 a 1 el derecho a los dos títulos. En poco más de sesenta días, sin embargo, su país ha regalado al mundo, televisado en directo desde el fondo del pozo San José, algo más que un título deportivo. Y su contrincante de entonces se ha pegado veinticuatro horas a las pantallas de televisión para seguir con envidia la epopeya de un pueblo unido al subsuelo mineral por un cable de seiscientos metros y estrechadas las manos por encima de litigios del pasado y del presente. Por caprichos del calendario cuando uno a uno los mineros sobrevivientes iniciaban la ascensión a los cielos chilenos confirmando que los milagros existen aunque no se crea en Dios, sus verdugos de Sudáfrica, los de la genuina 'Roja', vivíamos uno de los muchos motines ciudadanos que salpican nuestra convivencia. Con las enseñas coloniales de otro tiempo como testigos, en el apogeo de la Fiesta Nacional, las estelas de la bandera delineando el cielo madrileño, el jefe del Estado rindiendo honores a los caídos se mezclaron con el emotivo himno 'La muerte no es el final', gritos y abucheos, silbidos y protestas. Otra vez los símbolos, las instituciones, los emblemas que representan el aliento del Estado y la nación sometidos a la afrenta del español exaltado, enfurecido, ofuscado en la creencia de que derribando las imágenes o los monumentos, despertando a los muertos, zahiriendo a sus gobernantes, se cambia el curso de las ideas. Esta ocasión no fueron los 'maulets' fanatizados por el separatismo carpetovetónico, ni los sectarios fervorosos de la religión antiespañola. Pero el efecto descorazonador, el fiasco ceremonial, el alineamiento de trincheras civiles y el sordo recalentamiento de los espíritus, es el mismo.
Afortunadamente parece que ha decaído la repentina inspiración de la ministra de Defensa de ¡blindar la Fiesta Nacional¡ Esa iniciativa que certificaría el fracaso estrepitoso de la travesía que España inició en la Transición hacia la alianza de los ciudadanos detrás de los símbolos comunes. El problema es que en este trayecto muchos han concedido ese papel simbólico a los partidos en detrimento de las instituciones de los valores y las enseñas. Y los partidos son un instrumento. Imprescindibles, pero instrumentos. Si se acepta construir un corralito para cuando el jefe del Estado, el Ejército, la bandera, los caídos, comparecen ante el público las organizaciones partidarias habrían logrado su secreta aspiración a convertirse en exclusivos protagonistas de la vida nacional. Puede que al final lo consigan. Pero siempre nos quedará 'La Roja'.

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